JESÚS
Y LAS MUJERES
Uno
de los elementos característicos de la manera de ser y de actuar de
Jesús, tal y como nos lo muestran los evangelios, es, sin duda, su
relación con las mujeres, particularmente en los años de su vida
pública.
Pero
para entender la grandeza y profundidad de esta relación, y todo lo
que ella implicó en aquel tiempo y en aquella sociedad, y sus
repercusiones en la historia humana, tenemos que conocer al menos
someramente, la situación en la que vivían las mujeres entonces.
SITUACIÓN
DE LA MUJER ISRAELITA, EN TIEMPOS DE JESÚS
En
Israel, como en todos los pueblos del Oriente Medio, la mujer era, en
tiempos de Jesús, una ciudadana de segunda categoría; se le
consideraba, en todos los aspectos, como una persona menor de edad, y
su única función en la sociedad era llegar a ser esposa, y sobre
todo, poder ser madre.
La
mujer no participaba en la vida pública; ni siquiera podía salir de
su casa cuando lo deseaba; si por alguna circunstancia necesitaba
hacerlo, debía llevar el rostro cubierto, y no podía detenerse a
hablar con ningún hombre.
Hasta
los doce años, las mujeres no tenían ningún derecho, y estaban
totalmente dominadas por el padre, que podía arreglar su matrimonio
con quien quisiera. Al celebrar el matrimonio, la joven quedaba bajo
el poder de su esposo, a quien debía complacer en todo.
En
el hogar, la mujer tenía el deber de asegurar el bienestar de su
esposo y de sus hijos, por encima de todo, y su horario laboral
comprendía las 24 horas del día. Además, podía ser repudiada por
su marido, por cualquier causa que él considerara justa.
La
mujer no tenía los mismos derechos del hombre en cuanto a la
herencia de los bienes familiares; su testimonio tampoco era tenido
en cuenta en los juicios; y no podía, por supuesto, ocupar ningún
cargo o función pública.
En
el campo religioso, también la mujer era marginada. En la sinagoga
debía ocupar un lugar aparte, lejos de los hombres. No participaba
directamente en las celebraciones litúrgicas, y su papel era el de
simple espectadora. No tenía la obligación de recitar el shemá –
la profesión de fe de los judíos -, cuatro veces al día, como los
hombres, y tampoco, ir a Jerusalén en peregrinación, para celebrar
las distintas fiestas. No se les enseñaba la Torá – las
escrituras sagradas -, ni eran admitidas en las escuelas rabínicas.
Además, era constantemente sospechosa de impureza, por su misma
condición física.
Aunque
Jesús participaba directamente de esta tradición cultural, porque
era un judío en el pleno sentido de la palabra, los evangelios nos
muestran con abundancia de detalles, su relación amplia, profunda, y
muy especial con las mujeres, a quienes distinguió siempre con una
actitud respetuosa y acogedora a la vez, que sentó un precedente
importante entre sus seguidores.
De
ciudadanas de segunda categoría, dedicadas exclusivamente al hogar y
a los hijos, las mujeres pasamos a ser, gracias a Jesús, primero
destinatarias, y luego testigos privilegiados de su bondad
inigualable y de su amor sin condiciones.
PENSAMIENTO
Y ACCIONES DE JESÚS RESPECTO A LAS MUJERES
En
la mentalidad de Jesús, las mujeres tienen la misma dignidad
esencial que los varones, y por lo tanto, gozan del mismo derecho que
ellos a escuchar la Palabra de Dios y el Mensaje de salvación. Y lo
mismo ocurre en la vida matrimonial. Jesús defiende a la mujer,
condenando la poligamia y el divorcio, que era un recurso al que sólo
podían acceder los hombres.
Por
otra parte, el Evangelio según san Lucas nos refiere, como dato
importante, que al lado de los apóstoles, a quienes Jesús había
elegido como sus compañeros más cercanos, existía también un
grupo de mujeres que lo seguía, y nos da incluso los nombres de
algunas de ellas:
“Jesús
recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la
Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también
algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y
enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido
siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana,
y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lucas 8, 1-3).
Fue
ésta, sin duda, una circunstancia totalmente nueva y seguramente
incómoda para muchos. Los maestros de la fe judía – y Jesús era
considerado por sus coterráneos como uno de ellos -, no solían
tener discípulas mujeres. Además, como dijimos anteriormente, el
ámbito religioso, era, en aquel entonces, casi exclusivo de los
hombres, porque sólo ellos podían leer las Escrituras y aprenderlas
de memoria, participar en la oración que se realizaban cada tarde en
la sinagoga, y ser parte integrante de las ceremonias y sacrificios
que se llevaban a cabo en el gran templo de Jerusalén.
Con
su actitud permanentemente abierta y acogedora, Jesús se ganó el
corazón de las mujeres, su confianza y su amor, derramó sobre ellas
su misericordia, y transformó radicalmente su vida.
Amplió
su conciencia de sí mismas;
Les
mostró su valor como mujeres y la gran importancia de su misión en
la familia y en la sociedad;
Abrió
para ellas nuevos horizontes de realización personal;
Las
comprometió vitalmente con él y con su mensaje de salvación;
Reconoció
la fortaleza de su fe;
Y
las hizo portadoras de amor, de esperanza y de paz, en un mundo
constantemente afligido por el dolor que proviene del pecado.Marta y Maria de Betania
Marta
y María de Betania (Lucas 10, 38-42; Juan 11, 1 ss; Juan 12, 1-8), a
quienes Jesús distinguió con su amistad profunda y sincera, nos dan
testimonio de su trato siempre delicado y amable para con las mujeres.
La
mujer de Samaría con quien Jesús estableció un diálogo profundo
en el brocal del pozo de Sicar (Juan 4, 1-29), es testigo claro y
cierto de la sabiduría de sus palabras y de la profundidad de su
mensaje.
María
Magdalena (Juan 20, 11-18), la mujer arrepentida (Lucas 7, 36-50), y
la mujer adúltera (Juan 8, 1-11), a quienes Jesús defendió con
decisión, de aquellos que pretendían condenarlas, nos dan
testimonio de la dulzura de su mirada, de la delicadeza de sus
palabras, y de la misericordia que brota a raudales de su corazón,
para todos los que necesitan ser perdonados.
La
suegra de Pedro (Marcos 9, 29-31), la mujer que padecía flujo de
sangre y la hija de Jairo (Lucas 8, 40-56), la sirofenicia y su hija
(Marcos 7, 24-30), la mujer encorvada (Lucas 13, 10-17) y la viuda de
Naím (Lucas 7, 11-17), en cuyo favor Jesús realizó diferentes
milagros, nos dan fe de su solicitud y sus cuidados con todas las
personas que sufren en el alma o en el cuerpo, e imploran con fe su
protección y su ayuda.
Jesús
es el gran liberador de la mujer, en su tiempo y en el nuestro.
Él
nos da la verdadera libertad; la que nace en el corazón y llena la
vida entera. Una libertad muy diferente a la que muchas mujeres
pretenden hoy, y que es, en realidad, una esclavitud aún mayor,
porque olvida la condición esencial de la mujer como portadora y
protectora de la vida, dones con los que Dios la distinguió.
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