viernes, 10 de marzo de 2017

JESÚS Y LAS MUJERES



JESÚS Y LAS MUJERES




Uno de los elementos característicos de la manera de ser y de actuar de Jesús, tal y como nos lo muestran los evangelios, es, sin duda, su relación con las mujeres, particularmente en los años de su vida pública.
Pero para entender la grandeza y profundidad de esta relación, y todo lo que ella implicó en aquel tiempo y en aquella sociedad, y sus repercusiones en la historia humana, tenemos que conocer al menos someramente, la situación en la que vivían las mujeres entonces.

SITUACIÓN DE LA MUJER ISRAELITA, EN TIEMPOS DE JESÚS

En Israel, como en todos los pueblos del Oriente Medio, la mujer era, en tiempos de Jesús, una ciudadana de segunda categoría; se le consideraba, en todos los aspectos, como una persona menor de edad, y su única función en la sociedad era llegar a ser esposa, y sobre todo, poder ser madre.
La mujer no participaba en la vida pública; ni siquiera podía salir de su casa cuando lo deseaba; si por alguna circunstancia necesitaba hacerlo, debía llevar el rostro cubierto, y no podía detenerse a hablar con ningún hombre.
Hasta los doce años, las mujeres no tenían ningún derecho, y estaban totalmente dominadas por el padre, que podía arreglar su matrimonio con quien quisiera. Al celebrar el matrimonio, la joven quedaba bajo el poder de su esposo, a quien debía complacer en todo.
En el hogar, la mujer tenía el deber de asegurar el bienestar de su esposo y de sus hijos, por encima de todo, y su horario laboral comprendía las 24 horas del día. Además, podía ser repudiada por su marido, por cualquier causa que él considerara justa.
La mujer no tenía los mismos derechos del hombre en cuanto a la herencia de los bienes familiares; su testimonio tampoco era tenido en cuenta en los juicios; y no podía, por supuesto, ocupar ningún cargo o función pública.
En el campo religioso, también la mujer era marginada. En la sinagoga debía ocupar un lugar aparte, lejos de los hombres. No participaba directamente en las celebraciones litúrgicas, y su papel era el de simple espectadora. No tenía la obligación de recitar el shemá – la profesión de fe de los judíos -, cuatro veces al día, como los hombres, y tampoco, ir a Jerusalén en peregrinación, para celebrar las distintas fiestas. No se les enseñaba la Torá – las escrituras sagradas -, ni eran admitidas en las escuelas rabínicas. Además, era constantemente sospechosa de impureza, por su misma condición física.
Aunque Jesús participaba directamente de esta tradición cultural, porque era un judío en el pleno sentido de la palabra, los evangelios nos muestran con abundancia de detalles, su relación amplia, profunda, y muy especial con las mujeres, a quienes distinguió siempre con una actitud respetuosa y acogedora a la vez, que sentó un precedente importante entre sus seguidores.
De ciudadanas de segunda categoría, dedicadas exclusivamente al hogar y a los hijos, las mujeres pasamos a ser, gracias a Jesús, primero destinatarias, y luego testigos privilegiados de su bondad inigualable y de su amor sin condiciones.

PENSAMIENTO Y ACCIONES DE JESÚS RESPECTO A LAS MUJERES



En la mentalidad de Jesús, las mujeres tienen la misma dignidad esencial que los varones, y por lo tanto, gozan del mismo derecho que ellos a escuchar la Palabra de Dios y el Mensaje de salvación. Y lo mismo ocurre en la vida matrimonial. Jesús defiende a la mujer, condenando la poligamia y el divorcio, que era un recurso al que sólo podían acceder los hombres.

Por otra parte, el Evangelio según san Lucas nos refiere, como dato importante, que al lado de los apóstoles, a quienes Jesús había elegido como sus compañeros más cercanos, existía también un grupo de mujeres que lo seguía, y nos da incluso los nombres de algunas de ellas:

Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana, y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lucas 8, 1-3).

Fue ésta, sin duda, una circunstancia totalmente nueva y seguramente incómoda para muchos. Los maestros de la fe judía – y Jesús era considerado por sus coterráneos como uno de ellos -, no solían tener discípulas mujeres. Además, como dijimos anteriormente, el ámbito religioso, era, en aquel entonces, casi exclusivo de los hombres, porque sólo ellos podían leer las Escrituras y aprenderlas de memoria, participar en la oración que se realizaban cada tarde en la sinagoga, y ser parte integrante de las ceremonias y sacrificios que se llevaban a cabo en el gran templo de Jerusalén.

Con su actitud permanentemente abierta y acogedora, Jesús se ganó el corazón de las mujeres, su confianza y su amor, derramó sobre ellas su misericordia, y transformó radicalmente su vida.

Amplió su conciencia de sí mismas;

Les mostró su valor como mujeres y la gran importancia de su misión en la familia y en la sociedad;
Abrió para ellas nuevos horizontes de realización personal;
Las comprometió vitalmente con él y con su mensaje de salvación;

Reconoció la fortaleza de su fe;

Y las hizo portadoras de amor, de esperanza y de paz, en un mundo constantemente afligido por el dolor que proviene del pecado.Marta y Maria de Betania
Marta y María de Betania (Lucas 10, 38-42; Juan 11, 1 ss; Juan 12, 1-8), a quienes Jesús distinguió con su amistad profunda y sincera, nos dan testimonio de su trato siempre delicado y amable para con las mujeres.

La mujer de Samaría con quien Jesús estableció un diálogo profundo en el brocal del pozo de Sicar (Juan 4, 1-29), es testigo claro y cierto de la sabiduría de sus palabras y de la profundidad de su mensaje.

María Magdalena (Juan 20, 11-18), la mujer arrepentida (Lucas 7, 36-50), y la mujer adúltera (Juan 8, 1-11), a quienes Jesús defendió con decisión, de aquellos que pretendían condenarlas, nos dan testimonio de la dulzura de su mirada, de la delicadeza de sus palabras, y de la misericordia que brota a raudales de su corazón, para todos los que necesitan ser perdonados.

La suegra de Pedro (Marcos 9, 29-31), la mujer que padecía flujo de sangre y la hija de Jairo (Lucas 8, 40-56), la sirofenicia y su hija (Marcos 7, 24-30), la mujer encorvada (Lucas 13, 10-17) y la viuda de Naím (Lucas 7, 11-17), en cuyo favor Jesús realizó diferentes milagros, nos dan fe de su solicitud y sus cuidados con todas las personas que sufren en el alma o en el cuerpo, e imploran con fe su protección y su ayuda.


Jesús es el gran liberador de la mujer, en su tiempo y en el nuestro. 

Él nos da la verdadera libertad; la que nace en el corazón y llena la vida entera. Una libertad muy diferente a la que muchas mujeres pretenden hoy, y que es, en realidad, una esclavitud aún mayor, porque olvida la condición esencial de la mujer como portadora y protectora de la vida, dones con los que Dios la distinguió.

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